domingo, 11 de noviembre de 2007

CARTA DE DESAMOR

epistolas

Buenas noches, compañera. Sé que estás ahí, al otro lado del hilo telefónico, en esta soledad errante y absurda que nos ataca el alma como el peor de los vinagres, en este triste muelle sin olas en el que se convierte la vida cuando ya nadie ni nada te importa salvo seguir tirando de la noria para adelante. Yo también estoy aquí, solo en medio de la soledad, envuelto en la negra ceniza de silencio que tiñe mis pensamientos. Aquí, anclado en la bahía del recuerdo como un viejo galeón sin fuerza para adentrarse de nuevo en alta mar o en esa aventura o laberinto de amor que a veces te aprieta el corazón y te arrastra en su tempestad hacia horizontes insospechados. Sí, yo también estoy aquí, en esa amargura honda de túnel sin fondo a la que nos ha traído, sin que pudiéramos evitarlo, el destino.
Hace tiempo que deseaba escribirte, contarte lo que me sucede dentro y nunca logro sacar afuera, ese huracán de sentimientos que me recorre el tuétano de los huesos cuando pienso en ti e imagino que existes. Hace tiempo, mucho tiempo, que quería explayarme contigo, como si fueras un personaje real de la historia que me ha tocado vivir, a pesar de este rencor oscuro de esparto que me crece en la venas cuando te encuentro asomada a algún recuerdo y no soy capaz de cerrar la ventana. Tú eres así, imprevisible. Siempre lo fuiste. Desde que nos conocimos. Desde que te vi una tarde, paseando por el parque y eras alta como un chopo adolescente culminado por una larga melena rubia. Parecías una luna llena en una noche de tormenta.
Hay amores que sólo existen en la palma de la mano y tú eres uno de ellos, una semilla que el viento nunca quiso traerme aunque me la restregara por los ojos hasta dejarme ciego, esos ojos que cuando se cierran ven tu cuerpo de sirena azul saliendo de los sueños, cayendo como un golpe seco, puntual, cortante, en las redes de mi ensueño. La luz se desvanece tras los párpados, se diluye en el fondo del cerebro, tras el telón del subconsciente. Y luego tus pasos se pierden en la distancia, se alejan lentamente en la cometa sin hilo que se oculta bajo la almohada, en los desagües oxidados del tiempo, en la fría cloaca del infinito, con la idea de volver a torturarme en otro momento.
Aquí estoy, encerrado en este cofre del mundo sin ser ningún tesoro, como un alma en pena condenada a los caminos más remotos e inhóspitos, al frío mármol de la abstinencia sin ser viudo, sin ni siquiera haberte catado por fuera o haber asistido a uno de tus locos y febriles devaneos. Ya lo ves, la vida es así. Para unos tanto y para otros tan poco. Y uno sólo puede decir para consolarse: ¡Si lo sé no vengo!. Yo soy el calvo ese, gordo como un tonel, al que desprecias intensamente cuando pasa a tu lado y te mira de reojo, para que no te des cuenta de todo el deseo concentrado de semental salvaje y en celo que late en sus pupilas. Pero ya sé, no te gusta la grasa. A ti sólo te van los tíos altos, cuadrados, con más músculo que cerebro.
Recuerdo cuando eras fea y peluda como un mono y te faltaban algunos dientes y nos tomamos aquel trippy a medias, bueno yo tres cuartos y tú lo que restaba. Despues nos fuimos a la cama y nos pilló la subida en plena faena. Las paredes se volvieron niebla, una niebla espesa y yo no sentía mis pies cuando caminaba por el pasillo en dirección al cuarto de baño. No lo pudimos hacer. La historia se vino abajo, nunca mejor dicho eso de abajo, cuando ya casi estaba alcanzando el punto culminante. ¡Y yo que había comprado el asunto para camelarte! Luego me dijiste que no eras drogadicta y que los picos que ofrecías en la discoteca la tarde que te conocí eran sólo unas ampollas de vitaminas que le habías birlado a tu padre en la farmacia. Era tu manera de hacerte la interesante. Cada uno tiene la suya. He conocido a otros que vendían mierda de vaca reseca como si fuera haschís y alguna gente todavía les decía: ¡Qué colocón he pillado! Y ellos se quedaba encantados al comprobar el poder de su capacidad persuasiva.
¿Te quejas de que me huele demasiado la mierda? Son gajes del oficio de vivir. Yo también aguanté aquella semana, cuando te empeñaste en venir al cuarto de baño a hacer de vientre mientras me duchaba todas las mañanas. ¿Sería para que yo profundizara en la veta romántica que desprendías en aquellos momentos? ¿Para que me inspirara en tu imagen de princesa sentada en el trono, de aquella guisa y de aquel olor? Luego me preguntabas qué deseaba desayunar. Y yo te decía, nada, ya tomaré un café en la oficina. Y las tripas parecían leones desconsolados a punto echar el alma después de haber ingerido una monumental dosis de aceite de ricino. ¿Qué a mí me huele demasiado la mierda? Claro, la tuya no importa, por eso, porque es la tuya, caca de princesa.
Sí. Recuerdo cuando eras rubia y escasa de estatura y necesitabas ponerte de puntillas para que el barman se diera cuenta de que estabas al otro lado de la barra. El miedo que daba verte caminar por zonas batidas por el viento. Por eso sentí la necesidad de regalarte aquellos plomos redondos el día de tu cumpleaños, como los que se ponen junto al anzuelo en el sedal de las cañas de pescar. Sí, para que los llevaras siempre en los bolsillos y una ráfaga no fuera capaz de apartarte de mi lado de un solo envite. Pero no picaste, no entendiste la ternura del detalle y pusiste el grito en el cielo. Esperabas unos pendiendes, en aquella cajita de joyería forrada de terciopelo y envuelta en papel de regalo en la que te los entregué. Pero eran sólo plomos, de color gris y áspera textura, plomos como todos los segundos, minutos, horas y días que me quedan por vivir sin ti.
Cuando fui alto, fornido, buen mozo pude comprobar que me perseguías. Unas veces eras pelirroja, con la melena larga y una zarzuela de pecas de frasco columpiándose en tu cara. En pocas ocasiones te encontraba despampanante, de echar por fuera, como esas mujeres que parecen un imán para cláxones de camionero. Las más de las veces, esmirriada, canija, con la cara llena de verrugas y siempre quejándote de que ni siquiera te miraba el guardia de la esquina cuando aparcabas mal. Pero yo no estaba para muchas monsergas o remilgos. Era un cachas que te utilizaba como a un pañuelo de usar y tirar o te despreciaba olímpicamente. Sólo me interesaba pasar el rato contigo, hacerte algunas cosillas lindas y enseguida me ponía a tratar de conquistar otros puertos. Me encantaba eso de la seducción hasta que decías que sí, luego sabía que tendría que esconderme detrás de la columna de un soportal, cuando te viera en la calle, para que no me dieras la vara o me empañaras el corazón con tus lágrimas de mujer desquiciada por un amor no correspondido.
Luego, un día, apareciste en mi cama al despertar y eras negra, negra como el betún o como una tiniebla espesa. Y por un momento pensé que aquella noche había estado de aquelarre en el infierno. Pero me agradó el contraste que hacía tu cuerpo en mitad de las sábanas. Así que te regalé un polvo de propina y mil pesetas para el taxi que te llevara a casa. Amanecía y el portal todavía estaba lleno de sombras. Pensé que el color de tu piel te serviría de camuflaje y así los vecinos no añadirían una nueva muesca en mi currículum de soltero de vida disipada. Pero no cayó esa breva. En las comunidades de propietarios nunca faltan esos ojos avizor, al acecho detrás de una mirilla, esperando para pillarte en un renuncio. En la mía era La Gaceta, apodo con el que se conocía a la vecina del primero y a cerca de cuyo significado o motivación sobra o está de más toda explicación. Luego, cuando fui a la tienda a comprar café, la tendera hasta me regaló una tableta de chocolate, y yo sé que lo hizo con segundas, pues nunca se había dignado regalarme nada.
Sí, ahora que lo pienso fuiste todas y una sola al mismo tiempo, pero en casi todas las ocasiones coincidiste en una cosa, la mala leche, ese carácter tan tuyo parecido al de una mecha de polvorín a punto de culminar su objetivo. Contigo no hacía falta ni encender la cerilla, ardías sola. Cualquier situación la ponías del revés, le dabas la vuelta hasta convertirla en una hoguera espantosa que todo lo consumía. Y yo era leña, leña concentrada en un montón esperando a que organizaras tu particular noche de San Juan, como al final hiciste, incluyéndome en tu aquelarre suicida como si yo no fuera más que un absurdo monigote de una falla valenciana.
Sí. Ahora sólo somos ceniza, ceniza en el viento que decía el poeta, el humo frágil que deja un cohete en el aire después de estallar. Se nos pasó el tiempo, la vida. Se nos quemaron también los sueños y sólo nos queda esperar el sonido de la traca final mientras cada uno aguanta su vela y todo el cirio que ha dejado atrás.

Julio 2002©Fernando Luis Pérez Poza
Pontevedra. España
www.eltallerdelpoet a.com

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